De pequeño me llevaban mis padres al doctor Azcona.
Tenía mal la garganta, cogía demasiados resfriados
y el doctor Azcona fue solucionando mis dolencias.
A veces me cauterizaba la garganta y de ella salía
humo como si yo fuera un pequeño dragón. Aún recuerdo
el olor a carne quemada que, extrañamente, era la mía,
aunque a mí me daba la curiosa impresión de que no era
de mí de donde procedía la fogata infernal.
Yo tenía por entonces unos siete años y usualmente iba
a la consulta con mi madre. Había varias salas y solían
estar invariablemente vacías. En una de ellas había un
piano negro y en la pared, un cuadro de una mujer muy
hermosa; yo pensaba que era la esposa del doctor.
Pero en otra habitación de espera, más pequeña y más
íntima, había algo maravilloso para mí. Era un cuadro
de un enterramiento de Cristo. Varias figuras en torno
al cuerpo de Cristo muerto y una de las figuras con una
túnica de color marrón sobre la que se destacaban círculos
negros. En la parte derecha superior había un paisaje de
un anochecer dramático, trágico, azul oscuro y oro.
Yo no sabía por entonces que este lienzo era una copia de
un cuadro de Tiziano que años más tarde podría admirar en
el Museo del Prado. Pero allí estaba yo, en la sala de
espera, con mi madre, en silencio, sobrecogido por la
belleza y solemnidad de la pintura. Me encantaba estar
allí, inesperadamente había encontrado mi mundo, el mundo
de la contemplación.
Han pasado cuarenta y seis años desde entonces, pero aún
sigo siendo el mismo: arrobado por el silencio, oyendo aún
esa voz profunda que me llama desde tantos cuadros para
que encuentre mi verdadero hogar: esa paz silenciosa
también presente en cualquier circunstancia y momento de
la vida