Vi hace unos días unas imágenes que me emocionaron.
Era un pequeño mono que, imitando a un hombre,
lavaba ropa y la frotaba con un cepillo.
Me emocionó porque el pequeño animal ponía celo y
esfuerzo y atención en lo que estaba haciendo. Quería
hacerlo bien. De alguna manera estaba santificando
lo que hacía, estaba convirtiéndolo en algo sagrado.
Me recordó las elogiosas palabras de Roger Scruton
sobre un hecho muy cotidiano, una foto de dos chicas
de unos ocho o diez años en la que se las ve poniendo
cuidadosamente los platos sobre una mesa.
También al ver al animalito sentí vergüenza. Ver-
güenza de los seres humanos, nuestra propia especie,
el Homo Sapiens Sapiens, tantas veces haciendo tan
mal las cosas, con tan poco cuidado.
Recuerdo también dos profundas miradas sobre los
animales. La primera es de Caravaggio que cuando
un cardenal le preguntó si el caballo que había pin-
tado en la "Conversión de San Pablo" era Dios,
Caravaggio le respondió: "No es Dios, pero tiene
la luz de Dios".
Y estas palabras de Juan Pablo II: "Los animales
poseen un soplo divino y por eso un día los encon-
traremos en el misterio de Cristo".