Una vez una mujer fue para él como el respeto
antiguo de la nieve. Siempre cercano a ella,
siempre distante. Los amantes se dan todo,
quizá aun antes de haberse abierto el uno al
otro y suele ser su destino olvidarlo.
Al menos, -decía el hombre gastado y pleno-
he podido recuperarla tantas veces. Esa música
femenina que roza todo y lo eleva. Y cuando el
simple aire nos roza sentimos la caricia de la
amante, y nos despreocupamos, podemos dejarnos
llevar hacia cualquier ribera de la vida, pues
nos damos cuenta entonces, con ese simple roce
del viento, que estamos en buenas manos; que
nuestra madre verdadera apenas precisa querernos,
que nos quiere sin querernos, y saber esto con
convicción basta para imbuirnos de la impresión
profunda de que nada nos es necesario, nada como
esta percepción nos es tan necesaria y sentimos
que en cualquier lugar que estemos se halla
nuestra casa y que ya hemos llegado.