Mañana de Pascua

a Benjamín Larrea y María Jesús Concha

(XX aniversario del museo Thyssen-Bornemisza)


   Soy vigilante del museo. Llevo aquí trabajando bastante
tiempo, quizá ya diez años. Me gustan los cuadros, unos
más que otros, claro. Pero también me gusta fijarme en
los visitantes, en los cuadros que miran, en lo que les oigo
decir al pasar a su lado. Pero de todos los visitantes hay
uno que capturó especialmente mi atención, aquel visitan-
te misterioso, ésta es su pequeña historia.
   Se trataba de un hombre ya entrado en años pero no vie-
jo, incluso a veces tenía un aire vagamente juvenil, indefi-
nido, como si pudiera tener cualquier edad o incluso nin-
guna. Le he visto muchas veces a lo largo de los últimos
dos o tres años, viene a cualquier hora del día, pero sobre
todo al anochecer.
   Me suele tocar estar en la primera planta, en las salas
de pintura holandesa, en la de los impresionistas, pero es
en la sala 31, con pintura europea del XIX, donde más
permanezco y es allí donde nuestro visitante más tiempo
permanece también. Se queda clavado delante de un cua-
dro del romántico alemán Friedrich, es un cuadro peque-
ño, "Mañana de Pascua", que a mí no me dice mucho. Se
ve una luz de luna muy bonita pero lo demás me parece
anodino, no pasa nada. Como saben, se ve a tres mujeres
tranquilas bajo la luna y ya está. Parece que el cuadro ha-
ce alusión a la resurrección.
   Bueno, pues a nuestro hombre este pequeño lienzo
parece fascinarle. No se cansa de mirarlo, de pie, frente a
él, se aleja, se acerca. Parece que un hilo invisible le
uniera a esta pintura.
He coincidido con él en otras salas, mirando algún cua-
dro de Ruysdael con niños tirando bolas de nieve, o
ante un cuadro de luna de Van der Neer. Pero es ante
este cuadrito de Friedrich donde se queda como arroba-
do, extasiado.
   Un día, una compañera me dijo que le había dicho
que no se podía acercar tanto a la pintura; quizá a mi
compañera le pareciera que nuestro espectador se iba
a caer dentro del lienzo succionado por su luz. Respe-
tuosamente, el visitante le respondió que era para verlo
mejor, pero sonriendo retrocedió varios pasos.
   Al poco tiempo el lienzo fue cubierto por un cristal.
Me hace gracia, un día el visitante le dijo a otro vigi-
lante amigo mío que el cristal tenía dos manchitas y
que estaría bien limpiarlas. El vigilante le dijo que no
se preocupara, que lo comentaría al servicio encargado
de ello. Yo me he fijado y después de varios meses las
pequeñas manchitas seguían ahí.
   Otro día, ya cerca de las siete, cuando cerramos, le
vi entornar un poco una de las contraventanas junto al
cuadro que dan al Paseo de Recoletos. Ante mi mirada
cortésmente inquisitiva me respondió que era para que
los coches no le distrajeran. Sonreí, tenía razón.
   También sonreí otro día, era ya la hora de cerrar y
se lo dije. Y él, en vez de darse la vuelta y marcharse,
se fue andando despacio hacia atrás, sin perder de vista
el cuadro, alejándose poco a poco de él, como para no
separarse de él.
   Una noche soñé con él. Estaba como siempre ante
su cuadro favorito, pero esta vez la sala estaba total-
mente a oscuras, era de noche, no había nadie excepto
el cuadro y él. Y la luz de la luna del cuadro se salía
del marco y caía a los pies del visitante en silencio. La
luz suave de la luna, levemente dorada, se extendía
lentamente envolviendo al espectador y a la sala con
una luz amable, una luz de paz, de bienestar. Muy
discretamente, muy silenciosa la luz de la luna,
emanando esta maravilla dorada y tranquila que yo
también sentí.
   Desde aquel día creo que empecé a entender al visi-
tante y el porqué de sus asiduas visitas. Quizá fuera
esto, lo que sentí en mi sueño, lo que embargaba su
ánimo.
   Poco después de mi sueño, llegó el fin de mi historia.
Una tarde, muy poco antes de cerrar, se acercó a mí
lenta y tímidamente y me dijo, al tiempo que me ofre-
cía una hoja: Para usted.
   Y luego, como corrigiéndose añadió: Para ti.
   Con sorpresa, apenas acerté a decir "Gracias". Luego
se fue. Aquella fue la última vez que le vi. Abrí la hoja,
escribo aquí lo que escrito a mano en ella leí:

                       Un camino leve
                       una noche oscura
                       unos cuantos árboles
                       alguna colina
                       tres mujeres en penumbra

                       en este escaso marco
                       se te concedió lo eterno
                       se te regaló la luna