Hay un poder, una potencia, una fuerza,
que es distinto a cualquiera de nuestros 
poderes y posibilidades.
Se presenta de improviso y sabemos que es 
totalmente diferente a nosotros y a la vez 
nos resulta absolutamente íntimo y familiar.
Sabemos, reconocemos, con una certeza 
total que no es producto de nuestra imagi-
nación, ni especulación, ni ninguna fantasía 
nuestra.

Este poder se presenta de repente con una 
delicadeza infinita y es casi, casi, impercep-
tible y nos saca de nuestra cerrazón, de 
nuestra obstinada negación y rechazo a él,
y lo hace incluso en el momento de nuestro 
máximo rechazo, como le pasó a San Pablo.

Pero nos saca de nuestro rechazo con una 
seductora y cautivadora dulzura y delicadeza,
mas sin engatusarnos ni mentirnos.
Sabemos que nos está dando algo verdadero 
y esencial. Y este sacarnos de nuestro rechazo,
lo lleva a cabo con un libre permiso que noso-
tros le damos, pero a nivel profundo, de una 
manera casi inconsciente pero, a pesar de las 
apariencias, misteriosamente libre.

Este poder nos da una paz distinta a cualquier 
otra paz que nos pueda dar el mundo o 
cualquier persona.
Es una paz absoluta que ningún mal o desgracia
o muerte pueden tocar, es una paz que nos colo-
ca literalmente en otro nivel que la muerte y el 
sufrimiento no pueden alcanzar. Esta paz nos 
pone más allá del alcance de todo mal.

Este poder, esta paz, está fuera de nosotros y a 
la vez está en lo más profundo nuestro y tiene 
su casa en nosotros. Y ahora que nos damos 
cuenta vemos que no hay mayor riqueza en  
la tierra y el universo que tener esta paz dentro. 

Esta paz, este poder, es una luz silenciosa, 
humilde y pobre, como señalaría el cardenal 
Robert Sarah. Humilde y pobre de una manera 
"sub rosa", como se dice en latín, una manera 
silenciosa, muy discreta, muy cortés, maravillosa 
y amorosamente cortés. De esta luz humilde 
procede toda luz.

Este poder amoroso se puede presentar en 
cualquier momento, en cualquier situación,
hagamos lo que hagamos, sobre todo viene 
en el silencio. Le pregunté cómo llamarle,
"Llámame Padre, llámame Dios".

Podemos estar con Él siempre, Él está siempre 
con nosotros y no nos habíamos dado cuenta.
Pero ahora podemos estar siempre con Él 
y volver a Él en cualquier momento, como decía 
Santa Teresa de Jesús a sus monjas.
No hay nada más seguro, más santo ni más 
verdadero, ni tesoro más precioso en el mundo
y en todo el universo que estar con Él.

Sin ninguna duda, con serena y tranquila y
absoluta confianza podemos ponernos en sus 
manos, "podemos darle las riendas de nuestra 
vida", como dice el cardenal Raniero Cantala-
messa. Podemos dárselas, merece la pena.
"Llámame Padre, llámame Dios".